Vencedores o vencidos: la visión del autor

Hacia finales del siglo XVIII Francia padecía una vida social caótica. Un poderoso Estado en manos del rey, ahogaba al pueblo con impuestos e intervenía un territorio unificado regulando la vida de todos los hombres. En consecuencia las élites exigían una política racional que eliminara el caos y organizara la vida de la sociedad de una manera más equilibrada.

La previsión más sensata fue la aplicación de las ideas del recién nacido movimiento ilustrado, con el objetivo de que de forma paulatina y progresiva, estas ideas disiparan la tiranía y las tinieblas de la ignorancia de la humanidad. El proyecto ilustrado, consistía en educar a la sociedad mediante las luces del conocimiento y la razón, porque una sociedad culta que piensa por sí misma, era la mejor manera de asegurar el fin del Antiguo Régimen. Pero una compleja coyuntura, confrontó a los ilustrados con una situación revolucionaria para la que quizá no estaban preparados.

Finalmente el antiguo Estado omnipotente se hunde y el vacío hubo de ser llenado revolucionariamente. La razón debía ir por grados, paso a paso, pero la Revolución, por el contrario, no podía esperar. De esta forma se le exigió a la razón ilustrada algo imposible, insensato para ella misma.

Por mucho que los fines de la Ilustración fueran las consignas de la Revolución, ésta no era el escenario previsto por la propia Ilustración. El idealismo de los dirigentes de la Revolución prendió con entusiasmo en las clases populares e irremediablemente se transformó en una exaltación incontrolada.

La Ilustración no había querido esta situación, pero tampoco pudo impedirla y el fervor revolucionario lo abrasó todo.

La libertad guiando al pueblo. Delacroix, 1830

El Terror empezó el 5 de septiembre de 1793 cuando la Convención votó en favor de las medidas de terror para reprimir las actividades contrarrevolucionarias. La guillotina fue el instrumento de ejecución de entre 35.000 a 40.000 personas durante la época del terror.

El Comité de Salvación Pública estuvo bajo el mando de Robespierre quien señalaría: "El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible", así, los jacobinos desataron, lo que se denominó como el Reinado del Terror. Miles de personas fueron guillotinadas ante acusaciones de actividades contrarrevolucionarias. La menor sospecha de dichas actividades podía hacer recaer sobre una persona acusaciones que eventualmente la llevarían a la guillotina. El cálculo total de víctimas varía, pero se cree que pudieron ser hasta 40.000 los que fueron víctimas del Terror.

En 1794, Robespierre procedió a ejecutar a ultra-radicales y a jacobinos moderados. Su popularidad, comenzó a erosionarse hasta que, finalmente, el mismo Robespierre, fue guillotinado siendo abucheado y apedreado por la muchedumbre, probablemente pocos sabían con certeza a quién apedreaban, lo cierto es que su muerte marcó el fin del Terror.



En este escenario el papel del arte fue fundamental. La figura del pintor Jacques-Louis David destaca como paradigma de una pintura que se caracterizó por la exaltación y la épica de la práctica revolucionaria. La muerte de Marat es un ejemplo de ello.

Marat fue un reconocido activista, periodista y político durante la Revolución francesa, asesinado en su domicilio.

La muerte de Marat. J. L. David, 1793

Tras su asesinato, la imagen de Marat se engrandeció entre las capas más pobres de la sociedad, que lo identificaron como a un mártir de la Revolución. A ello contribuyó sin duda el gran lienzo que se le encargó a J. L. David y que haría parte de los honores de funeral de estado que se pidieron para honrar su muerte.

El pintor se encarga con este lienzo de elaborar un mito, lo que hace pasar al personaje a formar parte de la historia bajo la épica revolucionaria, envuelto en la consigna del martirio, obviando el hecho de que el propio Marat había sido principalmente un ejecutor, pidiendo al principio seiscientas cabezas bajo la guillotina y llegando a exigir hasta doscientas setenta mil.

Cuando la cabeza de Robespierre cae bajo la guillotina, J. L. David es encarcelado y permanecerá en prisión durante varios meses. Con la llegada de Napoleón, el pintor recupera en buena parte su posición social y artística y su taller se hace famoso en toda Europa.

Es el momento en que el emperador le encarga a David La Coronación, un cuadro de gigantescas proporciones, en el que aparecen más de cien figuras. El lienzo representa la capacidad del nuevo monarca, ya no descendiente de nobles o reyes. Él es el monarca ilustrado.

La coronación de Napoleón. J. L. David, 1807 

David se encarga de insertarle en un sistema de símbolos visuales, manteniendo la configuración de una jerarquía social, al tiempo que sugiere que los plebeyos también pueden aspirar a ocupar el vértice de la pirámide. El pintor deja claro qué clase de plebeyos podrían acceder a esta efímera posibilidad: una clase de plebeyos “normales”, que acaten la nueva jerarquía y el orden, una idea que más tarde Foucault analizó como uno de los mejores sistemas de control del Estado Moderno. El lienzo muestra la promesa de libertad e igualdad de oportunidades dentro de una sociedad ordenada, jerárquica y disciplinada, que se refleja en el tramposo texto de su épica y monumentalidad.

Resulta contradictorio que el mismo pintor que exaltaba con su pintura las consignas de la Revolución se pusiera al servicio de un nuevo monarca. El entusiasmo y la energía del cambio social se sustituye por un ritual formalista y el peso de una autoridad, que para algunos, estaba empezando a resultar opresiva.

El pintor empatiza con el vencedor y así lo refleja en su obra, con una narración donde evidentemente los vencidos pasan a la invisibilidad.

A menudo se le reprochó a David el hecho de que tomara partido por Napoleón con el mismo ahínco que había mostrado por la Revolución, glorificando al tirano que plagó Europa de guerras, aunque no fue ni mucho menos el único pintor que lo hizo.

Jean - Antoine Gross, por ejemplo, centró su producción artística en los acontecimientos heroicos de los comienzos de la era napoleónica y se convirtió en el pintor del héroe y sus hazañas. En Bonaparte visitando a los apestados de Jaffa, Gross representa a Napoleón como un taumaturgo visitando a los enfermos, un gobernante dotado de un poder divino para curar y aliviar a los que sufren. La presencia de Napoleón en este cuadro es curativa dándole al tema del lienzo un objetivo claramente propagandístico.

Bonaparte visitando a los apestados de Jaffa. Jean - Antoine Gross, 1804

En contraste, algunos pintores románticos de la época ejercieron una contraposición con su obra narrando desde otra perspectiva cómo veían los acontecimientos que les rodeaban.

Estos artistas empiezan a descentralizar la figura del héroe, cualquiera que este sea. Los temas empezaban a evocar de manera explícita el declive del Imperio y sobretodo la crueldad de las guerras.

Porque los que fueron a las guerras napoleónicas no eran héroes. Fueron hombres que yacieron en el campo de batalla despedazados, sufrieron lo indecible víctimas de las ansias de poder, algunos de ellos sólo sobrevivieron tan sólo por su ansia de vivir primitiva y animal y no por un valor espartano o una estoica sangre fría.

Cabezas decapitadas. Gericault, 1818

Théodore Géricault fue unos de esos pintores. Retrató con precisión esta realidad, miembros anatómicos, muerte y decadencia, una realidad física como la de la guillotina, esa parte de la Revolución que David nunca pintó.

Géricault no retrató la historia organizada del relato vencedor, él se encargó de pintar a los que no pertenecen a la historia: los enfermos, los muertos, los desesperados, los antihéroes.

Advirtió en ellos una cierta psicología e intentó plasmar una suerte de sentimientos. Retrató los invisibles de una sociedad trastornada, los sin voz, los que están fuera de la “normalidad” (otra vez Foucault).

La loca. Théodore Géricault, 1822-1828
(Este retrato hace parte de un total de cinco que el pintor realizó de enfermos mentales) 

El autor refleja en su obra una ideología política y moral ya despedazada, en una cultura cada vez más inadaptada a un mundo que estaba entrando en vías de una industrialización que a la postre dejaría sus propias víctimas. Una sociedad en la que las jerarquías y el orden social no impedían que las cabezas siguieran cayendo.

La figura del héroe se descentraliza y ahora los protagonistas estarán en otro lado, en el de la contradicción, en el de las guerras fallidas y la muerte sin sentido. Es el anverso de la pintura davidiana, el de una realidad oculta por el brillo imperial.

Goya también plasmó esta realidad en Los fusilamientos, un cuadro dramático en el que se narran las consecuencias de la resistencia activa a Napoleón, una guerra desigual entre guerrillas y el ejército francés.

El 3 de mayo en Madrid o ''Los fusilamientos''. Francisco de Goya y Lucientes, 1814

El artista se posiciona como la voz del que tiene la imposibilidad de hablar. El testimonio del hecho histórico se convierte así en una cuestión de autor, construyendo una historia de perspectiva propia, testimonios personales, siempre tan opacos por subjetivos.

Lo cierto es que el arte empezó a hablar de sociedad de modo evidente desde las guerras napoleónicas, aunque las simientes se encontraron sobre todo en la Revolución Francesa.

El hecho histórico reducido a mito o la narración de pretensión testimonial, el hecho es que comenzaba un nuevo destino para el arte: el de tomar conciencia de su misión social.

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