El triunfo del engaño

En el siglo XVII Europa se sume en un estado de crisis existencial y moral cuyo trasfondo se remonta al cisma religioso y a las pugnas políticas en defensa del absolutismo. Es un siglo de tristeza y decadencia. Nunca antes se había estado tan cerca a la noción de muerte y fin tiñendo de incertidumbre la felicidad y dignidad humanas. Los efectos de la revolución científica convulsionan la seguridad del hombre frente a su universalidad, relegándole un segundo plano tras estar acostumbrado a ser el centro de todo. La sociedad cae en el pesimismo y la desazón.


A este estado de pesimismo se contrapone un espíritu de exaltación por la inmediatez y lo efímero de la felicidad. El tema del amor, adquiere en el siglo XVII, un sentido trascendente, como única posibilidad del hombre para eternizarse y perpetuarse más allá de la muerte. Así pues, el goce de vivir y la tristeza del fin marcarán el sentimiento Barroco.

Con la Contrarreforma, la Iglesia asume una defensa férrea de la fe cristiana ante la amenaza protestante y en aquellas monarquías en donde se asumió la defensa del cristianismo el ambiente artístico se volvió antihumanista y severo. Las relaciones entre arte e iglesia se estrecharon como nunca, siendo ésta quien imponga los temas y la forma de pensar.

No es de extrañar, que en este ambiente de desengaño, los contenidos religiosos sean el arma más potente para dirigir la fe popular. Es así, como las artes plásticas se convierten en un instrumento de propaganda decisiva para dirigir el sentimiento de las masas.

La iglesia pone entonces en marcha toda una estrategia de propaganda para encumbrar la religión: se impulsa la creencia en los milagros, la canonización de los mártires de la iglesia y la exaltación de sus santos. Tras el concilio de Trento, las imágenes religiosas fueron sometidas a un fin principal: ser instrumento de divulgación de los temas de la fe, principalmente aquellos cuestionados por la Reforma protestante, como los sacramentos, la transubstanciación del pan y el vino o la virginidad de María. El arte debía ser persuasivo y contribuir a ganar adeptos a través de un lenguaje humilde, accesible a todos y sobretodo emotivo.

En España, el siglo XVII fue un período de grave crisis política, militar, económica y social que terminó por convertir el Imperio Español en una potencia de segundo rango dentro de Europa. Relegada y aislada del resto del continente, España vivió un clima de fervor religioso excepcional. Los presupuestos contrarreformistas supusieron un determinante impulso que trajo como consecuencia que la escultura barroca española fuese esencialmente religiosa alcanzando una carga emocional sin parangón.

Cabeza de San Pablo. Juan  Alonso Villabrille y Ron. 1707

Los temas elegidos fueron los pasajes de la Pasión de Jesús: el suplicio sangriento, la renuncia mundana y la ansiedad espiritual con una alta carga de fijación en los efectos del dolor físico. El modelo de expresión elegido fue un patetismo macabro de la muerte al que la estética barroca dio un despliegue sin extremos, violento, insólito e impresionante.

Se trataba de buscar una fibra sensible y emocional en extremo que impidiese la reflexión y cuyo objetivo pretendía ser la agitación de los sentimientos más internos de lástima, compasión y dolor.
 
Ecce Homo. Pedro de Mena (detalle).1674

Fue en las fiestas populares de devoción colectiva dónde las órdenes religiosas dispusieron toda la fuerza expresiva necesaria al servicio de esta política de la imagen introduciendo mensajes devotos y doctrinas morales.

En esta puesta en escena, los sentidos cumplieron un papel fundamental. La escultura ofrecía la posibilidad de manifestar de forma corpórea el artificio necesario para seducir, impactar y engañar los sentidos del espectador hasta el punto de sugerir en él, sensorialmente, la facultad de una revelación mística o milagrosa. Convertir en verdad los hechos narrados en las citas bíblicas hacía que su creencia se convirtiera en indiscutible. Es el triunfo del engaño, el gran tópico del Barroco.

Paso de la Sexta Angustia. Gregorio Fernández. 1616

Así, a través de las posibilidades físicas de la escultura todo se hace manifiesto, palpable y táctil. El uso de materiales realistas llevan a extremos increíbles el verismo de las escenas. Escultores, pintores, talladores y policromadores, se sirven de postizos para simular heridas con corchos, ojos con vidrios, se simulan lágrimas con cristales, se representa la sangre coagulada, la morbidez de la carne, se ejecuta al detalle la anatomía de músculos y tendones, las córneas, las hendiduras de la boca, todo gracias a una refinada técnica que alcanzó cotas elevadísimas.


El lenguaje debía ser claro y directo, para ello se implementó una puesta en escena donde el virtuosismo de la ejecución técnica alcanzaba una gran potencia plástica en la expresividad de los sentimientos a través de un lenguaje corporal que se enfatizaba en el rostro y las manos de las figuras y hasta en los pliegues de sus vestiduras, todo detenido en un gesto doliente. El dramatismo y las composiciones de los grupos escultóricos elevaban la intención de un mensaje dirigido a la exaltación de los sentimientos más primarios.

Entierro de Cristo. Juan de Juni. 1577 

Podemos imaginarnos entonces una tarde cualquiera del siglo XVII en la que se lleva a cabo un auto de fe, una fiesta de canonización, un traslado de una reliquia o una procesión de Semana Santa. Los artificios empleados en las tallas de vestir venían a reforzar estas sensaciones haciendo que las imágenes cambien de postura (dotados de brazos y piernas articulados), la sensación de realidad aumentaba con el encuentro de estos personajes sagrados en las procesiones, cuyo verismo se potencia con el movimiento de sus vestiduras y cabelleras al compás del paso marcado por los costaleros.



Podemos imaginarnos todo un despliegue teatral acompañando los rituales católicos y podemos ver el fervor de la gente. Sin duda se trataba de una manifestación pública espectacular, que ejercía un impacto emocional tremendo por el tamaño natural de las figuras y su disposición escenográfica.

Un engaño a los sentidos, la imagen como adoctrinamiento, la suntuosidad y la falta de moderación. Un teatro en la que la confusión entre lo real y lo imaginario se ponían al servicio de la iglesia, un maniqueísmo moral ensalzado en un ambiente de tremendismo y fervor cuyo objetivo era impresionar al espectador y convertir el drama en un ejercicio de emotividad irreflexiva y sobrecogedora.


Destinado a una creciente masa ciudadana, el rito satisfacía la necesidad de pertenencia, de devoción y fe. La iglesia promovía una práctica visceral que permitiera un adoctrinamiento devocional unívoco y colectivo.

En el siglo XVIII con el avance de la secularización y la mentalidad ilustrada, esta costumbre se fue extinguiendo poco a poco. Pero a partir de 1920 la iglesia la vuelve a institucionalizar manteniéndose vigente hasta nuestros días. La fórmula sigue siendo la misma: los sentimientos como vehículo para desatar la fe.

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