Nuevas formas de mirar

A partir de mayo de 1945, el nazismo dejó de ser el enemigo, siendo reemplazado por uno nuevo: el comunismo. El mundo quedó dividido a raíz de la Guerra Fría y lo que comenzó como una sospecha hacia la izquierda política, pronto fue tomando cariz de “caza de brujas”. La condena al comunismo invadió poco a poco todos los ámbitos y, como no, también el del arte.




A raíz de los acontecimientos bélicos, desde Auschwitz, Norteamérica comenzó a forjar su identidad, tanto política como artística, en contraposición a Europa, sumida en la devastación y el desastre.

Hacia la década de los años cincuenta, la condena al comunismo se materializó en Estados Unidos con el llamado macartismo, por entonces, Norteamérica se convierte en un supuesto oasis, donde se defendían los valores democráticos, una especie de paraíso donde refugiarse de la barbarie. París, el centro de la cultura occidental, el núcleo de la modernidad artística y de la vanguardia, había caído. La presencia de artistas y de obras procedentes de Europa en New York no hacía sino confirmar su relevo como centro artístico de Occidente.



Peggy Guggenheim rodeada por artistas europeos en el exilio en New York, 1942


En este contexto, se hacía necesario encontrar, un arte norteamericano que encajase en este nuevo espíritu, así como un aparato teórico para su sustentación. Para empezar, la figuración pictórica -predominante en Estados Unidos durante los años treinta- fue rotundamente rechazada: el realismo, al asociarse a la propaganda fascista y al arte de denuncia social soviético, quedó desterrado.

Clement Greenberg, influyente crítico de arte estadounidense, fue la pieza clave y principal teórico divulgador del discurso del arte que se conoce como formalismo instituido en Norteamérica como estandarte de la identidad artística americana.

El discurso formalista, fue la interpretación que explicó el arte moderno como una sucesión lineal, como una serie de progresos encaminados a la consecución de la pura forma.


Clement Greenberg  (1909 - 1994)

Existe un antecedente de este planteamiento en Alfred Barr, primer director del Moma, quién elaboró una serie de diagramas que introdujeron una construcción del arte moderno basada en la historia entendida linealmente. Así, por ejemplo, en el diagrama que acompañó a la exposición Cubism and Abstract Art organizada por el Moma en 1936, se enseñan todas las manifestaciones artísticas, tanto occidentales como no occidentales, como una historia del arte que a partir de sus relaciones, llega a un mismo destino: el arte abstracto.




El arte moderno, fue concebido como un proceso histórico en el que los logros y los avances hacia la culminación del arte sólo son justificables como una superación de lo anterior, es decir, el desarrollo evolutivo del arte sólo puede entenderse en la historia como una continuidad en la que hay inicio, un nudo y un desenlace.

Así es como Greenberg narra la historia de la pintura moderna: como una sucesión de victorias, para argumentar su discurso formalista, en el que recurriendo a la idea de autonomía introducida por Kant explicaba cómo gracias a una sucesión de logros en búsqueda de la pureza formal, desde el Impresionismo y pasando por las vanguardias, el arte había conseguido replegarse sobre sus medios y sus procesos hasta alcanzar con Jackson Pollock el expresionismo abstracto, es decir, el último fin: el arte por el arte.



Jackson Pollock (1912 - 1956)

Es así, como empiezan aparecer en la escena de New York los nombres de los principales representantes de este movimiento: Gorky, de Kooning, Rothko, Still y por supuesto Jackson Pollock entre muchos otros.

En estos artistas se observaba una supuesta superioridad del arte norteamericano, su frescura y espontaneidad, el estricto uso de los medios, la osadía de las soluciones, todo confirmaba a New York como el centro artístico del mundo donde se materializaba la última gran vanguardia artística.




Así, al estar separada de la esfera social, de la política y, por tanto del contenido, la obra de arte rechaza cualquier experiencia exterior y se centra en sí misma. Es de esta forma, según Greenberg, como el arte obtiene la libertad.

De esta manera daba una explicación justificada a cómo los movimientos de vanguardia habían decidido su alejamiento del orden burgués imperante y de sus valores. Y puesto que dentro de éstos valores se incluyen la ideología, la revolución y lo público, el arte rechazará cualquier contacto con la política y la sociedad y pasará a replegarse sobre sí mismo.

La abstracción era el lenguaje mediante el cual la pintura ya sólo podría ser pintura en un único sentido: el formal (mancha, trazo, color, superficie), un arte desinteresado.



Guggenheim. Exposición sobre Expresionismo Abstracto. 2017

Con el triunfo de la abstracción, Greenberg excluía de su narrativa al surrealismo, su pintura -figurativa y contaminada por la literatura- y su pasión por los objetos añadía una dosis de realidad que no tenía cabida en el reino de la abstracción.

Greenberg tachó el surrealismo de reaccionario y lo excluyó de su génesis del arte moderno el cual defendía como un arte que debía ser apolítico, replegado, solipsista y sin ningún compromiso social.



Construcción blanda con judías hervidas (Premonición de la Guerra Civil). Salvador Dalí, 1936

Las discordancias que podían hacer chirriar este discurso formalista se anularon. La figuración que nunca se dejó de cultivar en Norteamérica y que dio sus mejores frutos durante las mismas décadas, fue excluida de los anales de la historia, un ejemplo de ello es Edward Hopper, que por entonces denunciaba con su pintura una América, hostil, fría, con ciudadanos condenados a la soledad.

Sol de la Mañana. Edward Hopper, 1952.


El resultado terminó siendo un discurso moderado y aséptico en forma de interpretación formalista del arte y que resultó, al igual que sucedió con el discurso de otros tantos intelectuales, artistas y políticos norteamericanos, una imposición derivada de las sospechas hacia el comunismo.

Pero pronto comenzaron a levantarse voces en contra, y a finales de la misma década de los años cincuenta, el discurso de Clement Greenberg pasó a ser objeto de fuertes polémicas y discusiones.

Se olvidaba Greenberg, que tras el desastre de Auschwitz, la modernidad había dejado se ser una instancia intocable para pasar a ser objeto de crítica. La reflexión había generado sospecha sobre los valores establecidos y el modo en que éstos se legitiman. Se hacía cada vez más evidente que es álguien concreto quién está detrás del discurso. Y es así, al cuestionarse la universalidad de las proclamas modernas como empiezan a caer las ideas que habían mantenido el arte alejado del mundanal ruido.

Poco a poco, la obra de arte, fue quitándose de encima el lastre de las abstracciones. Se recupera la presencia del sujeto, y el arte empieza a reinsertarse en la realidad, no de una sola historia lineal, sino de muchas realidades históricas, con sus particularidades y sus contradicciones.

Muchas razones habían llevado al arte a una esfera completamente separada de la praxis vital, ahora, se trataba de la conciliación entre ambas, a negar el ser desinteresado del arte.

Muchos críticos señalan los ready-mades de Duchamp como la proclamación de esta negación.



Marcel Duchamp (1887 - 1968)

Fue inicio de una especie de anti-esteticismo que desacralizó la obra de arte. Walter Benjamin, filósofo de la Escuela de Frankfurt (testigo de la violencia de la historia, sobrevivió a las dos guerras mundiales, lo cual afectó profundamente su visión de la vida y su obra), reflexionó sobre el aura de las obras de arte. Benjamín, explica que el aura que desprendía una obra de arte original exigía una contemplación solitaria replegada e individual que generaba una experiencia única, personal e intransferible; algo así como una revelación divina.

Por el contrario, con la técnica, los nuevos medios de reproducción y de comunicación como la fotografía y el cine, el arte pasaba a ser un lenguaje de masas, e implicaría una cuestión colectiva en la contemplación artística convirtiéndose la experiencia en plural y participativa.

La experiencia estética estaría ahora inscrita por tanto, en el terreno de la comunicación, llevando consigo una función, ya sea esta política, social o educativa.


Dadaístas, surrealistas y constructivistas a pesar de responder a muy distintos intereses aplicarían este proceder, dando origen a los fotomontajes aplicados a obra de arte.

John Heartfield (1891-1968), considerado el inventor del fotomontaje político

Fue el inicio de la contestación a la autonomía del arte y también de la generación de un nuevo tipo de recepción en el público.

Se abrió el escenario a la polisemia: la infinita posibilidad de mensajes, de percepciones y de interpretaciones de una misma obra de arte. La participación libre y creativa en la búsqueda de posibles sentidos que permanecerá siempre abierta a la espera de revivir en cada nueva lectura que le otorguen sus espectadores. Era el tiempo de las nuevas formas de mirar.

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