Lo bello, lo sublime, lo siniestro

Freud publicaba en 1919 un texto titulado Das Unheimliche. En él explicaba, por medio de un estudio filológico exhaustivo, las claves para comprender un asunto que era de su especial interés: lo siniestro.

Explicaba Freud, que esencialmente, lo siniestro se refiere a algo que nos resulta familiar pero que al mismo tiempo nos desagrada y nos causa rechazo. Puede ser por ejemplo, un miedo de la infancia que hemos olvidado y que vuelve a perturbarnos con una apariencia de familiaridad, haciéndose presente en algo cotidiano. Lo siniestro es por tanto, según Freud, lo espantoso que afecta a las cosas conocidas, lo familiar que ha quedado reprimido y retorna transformándose en algo extraño causándonos horror. El filósofo alemán Schelling, uno de los máximos exponentes del idealismo y de la tendencia romántica lo definía de la siguiente manera: «Se denominará unheimlich a todo lo que debiendo permanecer oculto, no obstante se ha manifestado».

Freud también explicaba, que lo siniestro sería algo que pertenece a nuestra vida psíquica y que sólo se tornó extraño mediante un proceso de represión, un proceso por medio del cual el sujeto rechaza pensamientos y experiencias que estarían relacionadas con una pulsión. Estos pensamientos y experiencias pueden ser incluso culturales, o ni siquiera haber sido experimentados por el individuo. Pertenecen al inconsciente colectivo en forma de tabúes como por ejemplo: el infierno, el pecado o la culpa.

Es por ello que el sentimiento de lo siniestro se relaciona con sensaciones de horror, espanto y rechazo.

Para entenderlo mejor, un ejemplo de lo siniestro siguiendo a Freud, sería ese proceso por el cual nuestra mente duda de que un ser inanimado sea en realidad un ser vivo, como es el caso de las muñecas, las marionetas o los maniquíes, en definitiva objetos que aparentan estar vivos.

También podría estar presente en un fragmento de algún objeto, un fardo, un trozo de tela manchado de sangre, cualquier objeto que se pueda convertir en referente para nuestra psiquis y se manifieste como amenaza a nuestra razón.

Se da por entendido entonces que lo siniestro genera atracción y repulsión a la vez, miedo y familiaridad, comodidad e incomodidad.

La pesadilla. Heinrich Füssli, 1781

Pero, y qué tiene que ver ésto con el arte? Pues bien, Freud, en su artículo sobre lo siniestro, indicaba que poco le importaban los espectáculos estéticos definidos como bellos y de sentimientos positivos que sí interesan a un amante del arte. Dejando claro que para él, lo verdaderamente interesante, es lo que ocurre en el inconsciente de una persona cuando se enfrenta a una imagen que alude a lo siniestro de cada uno.

Y es que en el momento histórico en el que vive Freud, se están realizando grandes transformaciones en el terreno del arte como son el Impresionismo, el Expresionismo, el Dadaísmo, el Cubismo o el Surrealismo.

El gran masturbador. Salvador Dalí, 1929

La importancia del texto de Freud en el ámbito de lo estético es determinante en cuanto a la relación que, a partir del arte de las vanguardias, se establece entre la experiencia del espectador frente a la obra de arte. La experiencia puede ser positiva o negativa, incluso alejada ya del arte contemplativo, de ahí que en algún momento nos lleve a conectar con la teoría de la represión de Freud, según la cual los recuerdos desagradables y traumáticos son erradicados del estado consciente y relegados al inconsciente, sin embargo muchos de estos olvidos permanecen latentes y al acecho ante algún estímulo que los haga regresar.

El arte se convirtió de esta manera en un instrumento portador de experiencias estéticas más allá de la mera contemplación. El espectador dejó de contemplar la obra desprevenidamente para enfrentarse a una indagación, al interpretar la obra, nos encontramos ahora con un trasfondo profundo y trascendente que nos relata los ocultamientos y omisiones con los que el ser humano convive, provocados por el inconsciente.

Fotograma de Spellbound de Alfred Hitchcock
con decorados de Salvador Dalí, 1945

Por otro lado, Kant afirmarba, que existen dos clases de sentimientos: el sentimiento de lo bello y el de lo sublime. 

Para disfrutar del sentimiento de lo bello se deben experimentar sensaciones apacibles, alegres y reposadas. Por el contrario, para poder experimentar lo sublime: «se debe sentir complacencia pero con horror, la noche es sublime, el día es bello. La soledad profunda es sublime, pero de una manera terrible».

De ahí que el hombre, por sí mismo, siempre esté fascinado por lo funesto, precisamente, porque es una fuente de terror sublime, como de pulsión con la muerte.

Como es sabido, la condición de lo sublime, instaurada por Kant, desplegó las fronteras de la estética más allá de la limitada categoría de lo bello. A partir de aquel momento, la realidad se volvió enigmática para los artistas y empezaron a reflejarlo en sus obras.

Aníbal cruzando los Alpes. William Turner, 1810 - 1812

En literatura por ejemplo, Edgard Allan Poe, se caracterizó por elegir temas como la angustia de la existencia, la muerte, la locura, los sueños y las obsesiones humanas en general.

El mundo onírico de El Bosco en El Jardín de las delicias, parece ser la imagen de un sueño inconsciente o de la locura, repleto de imaginería asociada a lo grotesco y lo fantástico. En definitiva un mundo distanciado, pero con la presencia de espacios familiares y conocidos que se revelan como un universo extraño y macabro.


El jardín de las delicias. El Bosco, 1500 - 1505

El cine de los hermanos Quay también se nutre del uso de imágenes ambiguas, texturas y claroscuros; de la fascinación surrealista y decadentista, de un grotesco en el que no pocas veces acude al detrito y a la desintegración.


Todos elementos que nos recuerdan la finitud material de nuestra existencia, referentes que manifiestan nuestra precariedad y a través de los cuales ejercemos una negación a nuestra fragmentación orgánica.

Son atmósferas que transcurren en las sombras y en los márgenes, en la periferia de la realidad y la razón.


Fotograma de Alice. Jan Svankmajer, 1987

Charles Baudelaire, en su poema Una Carroña, describe el proceso de descomposición física del un personaje muerto. El lenguaje utilizado por el poeta suaviza la crudeza de su contenido, pero no nos es indiferente que el poema se refiere al destino que nos depara la vida. Inevitablemente, nos convertiremos en carroña sólo por el hecho de estar vivos, Baudelaire nos hace sentir incómodos frente a esta realidad tan descarnada.

Las propuestas artísticas de este tipo, se manifiestan ante el espectador como quebrantadoras de nuestros límites, ejerciendo al margen del orden establecido, amenazando constantemente a nuestro yo.

La primera impresión nos produce una sensación de rechazo ante una visión incontestablemente lúgubre, pero, lo que sucede si seguimos observando es un desafío con una perspectiva más amplia y directa a nuestra inmanente humanidad.

La mirada que se debe adoptar al introducirse en la contemplación de una obra como éstas, es una mirada que no puede ser desprevenida o desinteresada, puesto que ella no nos permitiría ver más que lo literal. Se debe adoptar una mirada distorsionada, una forma de observar si se quiere distanciada, para poder experimentar la catarsis, liberándonos de esas emociones que antes nos generaron exceso y desequilibrio. Lo que sucede si seguimos observando, es que se nos amplía la realidad, creando un excedente a nuestros límites, podremos entender nuestra finitud. Exceder nuestro entendimiento de los bordes de lo conocido es probablemente lo único que nos permita ejercer en su totalidad, más allá de la razón y lo consiente, la complejidad de nuestra humanidad.

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